jueves, 1 de diciembre de 2016

Imaginemos una mujer

Relato de Joaquín Casado Palenzuela (lector del club)


Imaginemos a una mujer de ojos cansados. Imaginemos a una mujer que, al respirar, siente que solo hay combustión en su pecho y que cada vez ese fuego va a más. Y no le importa, porque eso es lo que quiere: que vaya a más, que todo arda dentro de ella. Quiere que su epidermis se prenda como si estuviera recubierta de gasolina y que, poco a poco, acabe convirtiéndose en papel quemado, en polvo que viaje lo más lejos posible. Si puede escoger, quiere irse al espacio, huir de la estratosfera que no la deja respirar hondo. 

Imaginemos que esa mujer ha estado en el cuarto de baño de una gasolinera. Al verse en el espejo, después de lavarse las manos, solo podía verse las legañas. En el fondo de la esclerótica no podía ver nada. Ya ni se miraba al iris. Se había cansado de pretender ser algo. «Quien no puede, no puede», lo acabó por asumir de la manera más cruda. Salió de la gasolinera y, arrastrando los pies, siguió andando. Ya no quería seguir pretendiendo nada.

Imaginemos a esa mujer arrastrando los pies. Aunque fuera invierno, ella solo llevaba un vestido blanco. Por llevar, ni llevaba zapatos. Su piel, blanca como la espuma que se crea al morir una ola, combustionaba encima del asfalto. Pero no le importaba porque, recordemos, ella quería arder. Su melena rubia bajaba por su espalda como las serpientes que le retorcían sus arterias. Era noche cerrada; poco tiempo quedaría para el amanecer. ¿Qué día era? No lo sabía, pero tampoco le importaba. Aprendió cómo se decía «olvidar» en todas las lenguas, pero en ninguna le sirvió. «¿Qué hay malo en mí?», se había preguntado desde hacía demasiado tiempo. «¿Qué sucesión he tomado en mis decisiones, que siempre he escogido las equivocadas?». Había aprendido que no había nada que se mantuviera y, sobre todo, que se odiaba. Se odiaba con toda su alma, con el inefable cariño de una mujer que vivía dentro de su más terrible pesadilla. Había una enredadera dentro de su corazón que reptaba por todo su interior, creciendo y expandiéndose, cubriendo sus aurículas. Le dolía el corazón, y no podía hacer nada para evitarlo. Respiraba y lloraba lágrimas que caían por la inercia de una vida que no debía vivir.

Imaginemos a algunos transeúntes que la miraban al pasar. Cuando se alejaban, podía escuchar cómo se preguntaban si no tenía fría esa chica. Una anciana le quiso dar su abrigo, pero ella siguió andando. «Qué modales», chistó aquella anciana, acabando en un monólogo sobre la horrible educación que le daban hoy los padres a sus hijos. Ella no quería hablar con nadie cuyo frío estaba en el exterior y no en el interior.

Imaginemos que la mujer se ha parado. Se ha detenido en un puente por el que tendría que pasar un río pero que, como siempre, está seco. Solo hay unas vagas farolas esparcidas por el puente, y ella se colocó justo debajo de una. Nadie la veía aun así, y en verdad lo prefería. Nadie vio dónde estaba el problema, pero ella lo sabía: eran las serpientes de las arterias, era la enredadera de las aurículas del corazón, era el frío del interior. Era ella desde el principio.

Volvamos a imaginar sus ojos cansados mirando hacia el final del puente. Justo en lo más profundo del río seco había un charco. Dentro del charco, unas escleróticas devolvían la mirada perdida de nuestra chica. Era otra mujer que la miraba desde dentro del charco.
Era ella desde el principio. Oniria.

Saltó.

No hay comentarios :

Publicar un comentario